Cuando la pata de una silla se convierte en un rotor
Versión en Español
Raimund Stecker
Maletas sobre maletas, platos, floreros, jarras y cuencos, apilados uno encima de otro cual coronas; rollos de alfombras y sillas, cajas de cartón y toallas, obvios deshechos y trastos voluminosos atados con cinta y llevados al equilibrio; telas tensadas sobre las paredes acolchadas con la silla de camping modelo 08/15 para domingueros helioxigenados y como tal, presente en forma de relieve; lienzos tensados sobre bastidores acolchados con objetos no identificables que van contra la manera segura y geométrica de pintar; trompas de espuma de poliuretano que sobresalen de las paredes o se inclinan venciéndose, ante las que se hace imposible no sonreír.
Que cada silla y cada florero, cada maleta y cada bastón, cada rollo de alfombra, cada candelabro, cada resto de espuma de poliuretano, y en general cualquier cosa pueda ser una escultura, cuando es presentada para ser mirada, hoy en día, no requiere ningún énfasis particular. Que a menudo un mero plinto, un pedestal fugazmente carpinteado, o la ubicación de la presentación cumplan la función de convertir una silla en otra cosa que una posibilidad para sentarse, un florero en otra cosa que un recipiente de flores, una maleta en otra cosa que un utensilio de viaje, un bastón en otra cosa que una ayuda para caminar, un rollo de alfombra en otra cosa que una manera de transporte, un candelabro en otra cosa que una circunstancia decorativa con velas, un resto de espuma dura de poliuretano en otra cosa que residuo, en síntesis, el que las características de presentación puedan hacer de las cosas reales normales otra cosa, hasta hoy, más o menos, lo ha entendido todo el mundo. Que en muchos lugares del arte aún abunden situaciones como si se hubieran comenzado en el momento y que se sigan celebrando, ya no sorprende, sino cansa.
Es diferente con los trabajos de Martín Mele. Él utiliza todos estos objetos comunes con función llegando a collages e instalaciones, a entornos y relieves, a situaciones y obras, a imágenes y esculturas, que ya por el hecho de su no-funcionalidad únicamente pueden ser eso: imágenes y esculturas que rinden cuenta exclusivamente de la experiencia estética.
¿Y que dan a conocer? Es sobrecogedor el rojo o el oro de dos piezas sobre la pared de telas tensadas que se abomban formando un relieve. Más aún porque las sillas desaparecen detrás de la superficie roja que parece flotar ante la pared o, mejor, que parece haber sido suspendida por las sillas encajadas detrás del plano rojo.
Los objetos se autonomizan como atracción casi puramente visual. En la obra de Martín Mele, esos objetos pierden su determinación como cosas, aunque su mención permanece como vehículo comunicativo. La silla de camping debajo de la tela tensada se percibe, aunque finalmente desaparece por completo como tal. Al espectador, al contemplar la obra, los contornos lumínicos se le presentan menos relevantes que la representación de un jarrón reales normales otra cosa, hasta hoy, más o menos, lo ha entendido todo el mundo de la antigüedad. Se trata de un dorado rectángulo abovedado, un dorado bordeado de azul, una superficie brillante, resplandeciente, un rectángulo de noble luminosidad que, debido a su tensión, para ser exactos, ya no es un rectángulo montado sobre la pared sino una presencia casi autónoma visual. En la imagen percibida, la silla se comporta y se manifiesta como el contorno ideal de un jarrón de la antigüedad y esa forma es, a su vez, también portadora de la representación en su conjunto. Son extremidades que se ordenan cual hélices demostrando que pueden – y que demuestran poder – girar alrededor de un centro. Un centro definido por columnas de texto de periódicos que los mantiene unidos. Que las páginas de periódico encubran cosas y que las extremidades sean las patas y el respaldo de la silla, resulta irrelevante, siempre y cuando el espectador no se dé por satisfecho con la simple denominación de lo descubierto. El que se trate de una escultura que lucha por su equilibrio, que se balancea, que parece tambalearse y aun así claramente está en pie, trae a la vista la dinámica impredecible de su estática. Esto también se manifiesta y se percibe cuando las relaciones de los objetos no permanecen en el foco de interés.
Martín Mele juega a ese juego. Él parece ver en lo habitual otra cosa. Muestra lo simple y se refiere a lo complejo. Sin duda, reconoce los valores abstractos en lo concreto. Parece que entiende las formas de las cosas no sólo como una forma de algo cuando va deambulando por las calles recolectando enseres viejos y residuos, o cuando encuentra su material de trabajo en los mercados de pulga. Porque en los objetos hallados por él siempre surgen va lores por encima de lo físico, como, por ejemplo, el valor de la silla, que retrocede detrás de la imagen como cuadro y que -liberada de su función – define el cuadro. Semejándose a Midas, Martín Mele parece ver esculturas y pinturas, donde solo se podría intuir material de trabajo.
Maletas sobre maletas, platos, floreros, jarras y cuencos, apilados uno encima de otro cual coronas; rollos de alfombras y sillas, cajas de cartón y toallas, obvios deshechos y trastos voluminosos atados con cinta y llevados al equilibrio; telas tensadas sobre las paredes acolchadas con la silla de camping modelo 08/15 para domingueros helioxigenados y como tal, presente en forma de relieve; lienzos tensados sobre bastidores acolchados con objetos no identificables que van contra la manera segura y geométrica de pintar; trompas de espuma de poliuretano que sobresalen de las paredes o se inclinan venciéndose, ante las que se hace imposible no sonreír.
Que cada silla y cada florero, cada maleta y cada bastón, cada rollo de alfombra, cada candelabro, cada resto de espuma de poliuretano, y en general cualquier cosa pueda ser una escultura, cuando es presentada para ser mirada, hoy en día, no requiere ningún énfasis particular. Que a menudo un mero plinto, un pedestal fugazmente carpinteado, o la ubicación de la presentación cumplan la función de convertir una silla en otra cosa que una posibilidad para sentarse, un florero en otra cosa que un recipiente de flores, una maleta en otra cosa que un utensilio de viaje, un bastón en otra cosa que una ayuda para caminar, un rollo de alfombra en otra cosa que una manera de transporte, un candelabro en otra cosa que una circunstancia decorativa con velas, un resto de espuma dura de poliuretano en otra cosa que residuo, en síntesis, el que las características de presentación puedan hacer de las cosas reales normales otra cosa, hasta hoy, más o menos, lo ha entendido todo el mundo. Que en muchos lugares del arte aún abunden situaciones como si se hubieran comenzado en el momento y que se sigan celebrando, ya no sorprende, sino cansa.
Es diferente con los trabajos de Martín Mele. Él utiliza todos estos objetos comunes con función llegando a collages e instalaciones, a entornos y relieves, a situaciones y obras, a imágenes y esculturas, que ya por el hecho de su no-funcionalidad únicamente pueden ser eso: imágenes y esculturas que rinden cuenta exclusivamente de la experiencia estética.
¿Y que dan a conocer? Es sobrecogedor el rojo o el oro de dos piezas sobre la pared de telas tensadas que se abomban formando un relieve. Más aún porque las sillas desaparecen detrás de la superficie roja que parece flotar ante la pared o, mejor, que parece haber sido suspendida por las sillas encajadas detrás del plano rojo.
Los objetos se autonomizan como atracción casi puramente visual. En la obra de Martín Mele, esos objetos pierden su determinación como cosas, aunque su mención permanece como vehículo comunicativo. La silla de camping debajo de la tela tensada se percibe, aunque finalmente desaparece por completo como tal. Al espectador, al contemplar la obra, los contornos lumínicos se le presentan menos relevantes que la representación de un jarrón reales normales otra cosa, hasta hoy, más o menos, lo ha entendido todo el mundo de la antigüedad. Se trata de un dorado rectángulo abovedado, un dorado bordeado de azul, una superficie brillante, resplandeciente, un rectángulo de noble luminosidad que, debido a su tensión, para ser exactos, ya no es un rectángulo montado sobre la pared sino una presencia casi autónoma visual. En la imagen percibida, la silla se comporta y se manifiesta como el contorno ideal de un jarrón de la antigüedad y esa forma es, a su vez, también portadora de la representación en su conjunto. Son extremidades que se ordenan cual hélices demostrando que pueden – y que demuestran poder – girar alrededor de un centro. Un centro definido por columnas de texto de periódicos que los mantiene unidos. Que las páginas de periódico encubran cosas y que las extremidades sean las patas y el respaldo de la silla, resulta irrelevante, siempre y cuando el espectador no se dé por satisfecho con la simple denominación de lo descubierto. El que se trate de una escultura que lucha por su equilibrio, que se balancea, que parece tambalearse y aun así claramente está en pie, trae a la vista la dinámica impredecible de su estática. Esto también se manifiesta y se percibe cuando las relaciones de los objetos no permanecen en el foco de interés.
Martín Mele juega a ese juego. Él parece ver en lo habitual otra cosa. Muestra lo simple y se refiere a lo complejo. Sin duda, reconoce los valores abstractos en lo concreto. Parece que entiende las formas de las cosas no sólo como una forma de algo cuando va deambulando por las calles recolectando enseres viejos y residuos, o cuando encuentra su material de trabajo en los mercados de pulga. Porque en los objetos hallados por él siempre surgen va lores por encima de lo físico, como, por ejemplo, el valor de la silla, que retrocede detrás de la imagen como cuadro y que -liberada de su función – define el cuadro. Semejándose a Midas, Martín Mele parece ver esculturas y pinturas, donde solo se podría intuir material de trabajo.