Una nota biográfica
Versión en Español
Carl Friedrich Schröer
Martín Mele vive en un país ajeno. No puede decir con exactitud cuán ajeno es o hasta qué punto lejano o familiar, porque lleva viviendo fuera desde hace mucho tiempo, en el fondo desde siempre.
Quien como él nació en Argentina, tiene que aprender a lidiar con una extrañeza singular. Ya su padre, en broma, le había familiarizado con la poética del célebre escritor español Quevedo, y, según su nariz iba creciendo voluntariosamente, lo vinculó de una forma peculiar con la literatura universal. Así, fue rebautizado como “érase un hombre a una nariz pegado”.
Los antepasados de la mayoría de los argentinos han llegado a la tierra a través del mar. Y cuando deseaban irse, porque a lo largo de los siglos tuvieron varios motivos para hacerlo, debieron volver a embarcarse. De esa manera, el puerto de Buenos Aires – en la desembocadura del Río de la Plata al Océano Atlántico – se convirtió en una estación de paso tanto para inmigrantes como para emigrantes, sin jamás encontrarse los unos con los otros. Las oleadas de los recién llegados se alternaban con las que partían, como el vaivén de la marea alta y la marea baja. Un día, cuando la nariz aún no se había desarrollado del todo y la marea de la emigración estaba nuevamente en aumento, la familia embarcó hacia Europa, a través del alta mar hacia una tierra extranjera. Ámsterdam fue la meta al otro extremo del Océano Atlántico.
“El mal que sufre la argentina”, se queja el periodista y escritor argentino (y más adelante presidente de Argentina) Domingo Faustino Sarmiento en Civilización y Barbarie: Vida de Juan Facundo Quiroga, libro que publicó en 1845 desde el exilio chileno, “es su extensión: por todas las partes está rodeada por el desierto, y éste se mete en sus entrañas. La soledad, el desamparo sin hogares humanos, en general forma la inexorable frontera entre las distintas provincias. Allí en todas partes gobierna la inmensidad ... “. Y a esto se suma la amplitud de los mares, entre los cuales se extiende la inmensa Pampa, que implican semanas de largos pasajes por mar de aquí para allá.
El joven que estaba pegado a su nariz argentina, así se crió entre los continentes. En España recibió la enseñanza de su padrino Héctor Tizón, el escritor y solemne abogado constitucional, quien cuando la situación política nuevamente se tornó demasiado arriesgada, emprendió el exilio a través del mar. Más adelante llegó a los Países Bajos, a Ámsterdam y Arnheim y finalmente Rin arriba, hasta Alemania.
Pero las sombras largas de la vanguardia caen en los últimos rayos de su atardecer. Con orgullo y la cabeza hecha un lío se mudó al viejo palacio neorrenacentista de la escuela de Bellas Artes de Düsseldorf, donde muy cerca también nació Heinrich Heine. Lüpertz, el artista representante más grandioso del “Rey de la pintura” a finales del siglo XX, se convirtió en su tutor, no en su maestro.
Más allá que aquí y otra vez aquí y allá, se convirtió en viajero temprano y en nómada tardío. En el fondo, una buena escuela para la existencia de un artista, destino de su generación: siguiendo su olfato y el mandamiento del mercado global. Y, sin embargo, no siendo un sin hogar a la deriva conducido contre la nature. Porque él aprendió, desde muy temprana edad, a renunciar a algo como la patria para dar forma a su propia persona: de figura esbelta, flaco, el pelo largo hasta los hombros, la nariz ya de por sí evidente, además de su pipa, los zapatos hechos a mano por Correa y los trajes elegantes a medida del sastre Colmenares. Así, dotado con esas características, entra en su estudio en donde todos los pinceles, tubos, latas de pintura, y montones de material de deshechos se rinden ante él.
En todo, a Martín Mele le acompaña lo poético. No quiero decir que sus collages, esculturas y objetos pictóricos, sus instalaciones y espacios, sus pinturas o performances sean literarias en el sentido como las obras de otros artistas pueden ser narrativas y anecdóticas. Sus obras no hacen referencia directa a fuentes literarias, ni por supuesto son ilustraciones. Y, sin embargo, les acompaña el ingrediente literario y una melodía ancestral, igual que la sentencia surrealista avant la lettre de Francisco Gómez de Quevedo (1580–1645) sobre la nariz y la cabeza, que al joven Martín Mele le abrió los ojos para otro lado.
El arte para él aún es el país desconocido: inmenso e interminable en su capacidad de causar asombro, lleno de novedades y monstruosidades. Un viaje a tierras extrañas que también está cargado de desvíos y cercano al fracaso. Lo principalmente literario de su mirada sobre el arte consigue una distancia natural, que asegura la supervivencia sobre terreno inseguro. Aquí se manifiesta una independencia, una refinada ironía, una broma sutil que logra mantener despierto con un cierto mimo el recuerdo de lo ilusorio y lo inútil, de lo absurdo, lo teatral y a veces incluso la desolación de sus actos y su existencia.
Igual que la poesía se convirtió en compañera protectora en sus pasajes por alta mar y aventuras por mundos desconocidos, podemos aprender a leer su arte desde la perspectiva literaria ajena. Kafka, Camus y Borges como caronistas: compañeros de camino, traductores y barqueros. Conocemos el fenómeno de los programas de radio, en los que las voces exhaustas de los traductores. Apenas por unos segundos, al principio y al final de la transmisión, podemos escuchar la voz del entrevistado en su sonido original. En la obra de Martín Mele, lo que aparece como tono original y lo que es superposición y traducción, se hace igual de imposible y difícil de filtrar que juzgar sobre el carácter Argentino a través de sus antepasados (la mayoría de origen Europeo).
El estar de viaje como formato artístico es una fuerza, un motivo y una condición argentina de supervivencia, una necesidad. Una técnica que, perfeccionada, consigue tanto aproximarse a la meta como alejarse de ella. El mundo es atravesado, medido y – cuando se analiza detenidamente – entendido como un sustento de encuentros ficticios. O, como Jorge Luis Borges nos cuenta en su colección completa Biblioteca de Babel que el arte de la cartografía una vez alcanzó tal perfección, que su mejor mapa, finalmente, incluso alcanzó el tamaño del Imperio y lo cubría en toda su extensión. Pero, las siguientes generaciones la dejaron expuesta a la injuria del sol y del invierno y apenas en los desiertos del oeste perduraron algunas ruinas despedazadas de los mapas, habitados por animales y mendigos.
Martín Mele vive en un país ajeno. No puede decir con exactitud cuán ajeno es o hasta qué punto lejano o familiar, porque lleva viviendo fuera desde hace mucho tiempo, en el fondo desde siempre.
Quien como él nació en Argentina, tiene que aprender a lidiar con una extrañeza singular. Ya su padre, en broma, le había familiarizado con la poética del célebre escritor español Quevedo, y, según su nariz iba creciendo voluntariosamente, lo vinculó de una forma peculiar con la literatura universal. Así, fue rebautizado como “érase un hombre a una nariz pegado”.
Los antepasados de la mayoría de los argentinos han llegado a la tierra a través del mar. Y cuando deseaban irse, porque a lo largo de los siglos tuvieron varios motivos para hacerlo, debieron volver a embarcarse. De esa manera, el puerto de Buenos Aires – en la desembocadura del Río de la Plata al Océano Atlántico – se convirtió en una estación de paso tanto para inmigrantes como para emigrantes, sin jamás encontrarse los unos con los otros. Las oleadas de los recién llegados se alternaban con las que partían, como el vaivén de la marea alta y la marea baja. Un día, cuando la nariz aún no se había desarrollado del todo y la marea de la emigración estaba nuevamente en aumento, la familia embarcó hacia Europa, a través del alta mar hacia una tierra extranjera. Ámsterdam fue la meta al otro extremo del Océano Atlántico.
“El mal que sufre la argentina”, se queja el periodista y escritor argentino (y más adelante presidente de Argentina) Domingo Faustino Sarmiento en Civilización y Barbarie: Vida de Juan Facundo Quiroga, libro que publicó en 1845 desde el exilio chileno, “es su extensión: por todas las partes está rodeada por el desierto, y éste se mete en sus entrañas. La soledad, el desamparo sin hogares humanos, en general forma la inexorable frontera entre las distintas provincias. Allí en todas partes gobierna la inmensidad ... “. Y a esto se suma la amplitud de los mares, entre los cuales se extiende la inmensa Pampa, que implican semanas de largos pasajes por mar de aquí para allá.
El joven que estaba pegado a su nariz argentina, así se crió entre los continentes. En España recibió la enseñanza de su padrino Héctor Tizón, el escritor y solemne abogado constitucional, quien cuando la situación política nuevamente se tornó demasiado arriesgada, emprendió el exilio a través del mar. Más adelante llegó a los Países Bajos, a Ámsterdam y Arnheim y finalmente Rin arriba, hasta Alemania.
Pero las sombras largas de la vanguardia caen en los últimos rayos de su atardecer. Con orgullo y la cabeza hecha un lío se mudó al viejo palacio neorrenacentista de la escuela de Bellas Artes de Düsseldorf, donde muy cerca también nació Heinrich Heine. Lüpertz, el artista representante más grandioso del “Rey de la pintura” a finales del siglo XX, se convirtió en su tutor, no en su maestro.
Más allá que aquí y otra vez aquí y allá, se convirtió en viajero temprano y en nómada tardío. En el fondo, una buena escuela para la existencia de un artista, destino de su generación: siguiendo su olfato y el mandamiento del mercado global. Y, sin embargo, no siendo un sin hogar a la deriva conducido contre la nature. Porque él aprendió, desde muy temprana edad, a renunciar a algo como la patria para dar forma a su propia persona: de figura esbelta, flaco, el pelo largo hasta los hombros, la nariz ya de por sí evidente, además de su pipa, los zapatos hechos a mano por Correa y los trajes elegantes a medida del sastre Colmenares. Así, dotado con esas características, entra en su estudio en donde todos los pinceles, tubos, latas de pintura, y montones de material de deshechos se rinden ante él.
En todo, a Martín Mele le acompaña lo poético. No quiero decir que sus collages, esculturas y objetos pictóricos, sus instalaciones y espacios, sus pinturas o performances sean literarias en el sentido como las obras de otros artistas pueden ser narrativas y anecdóticas. Sus obras no hacen referencia directa a fuentes literarias, ni por supuesto son ilustraciones. Y, sin embargo, les acompaña el ingrediente literario y una melodía ancestral, igual que la sentencia surrealista avant la lettre de Francisco Gómez de Quevedo (1580–1645) sobre la nariz y la cabeza, que al joven Martín Mele le abrió los ojos para otro lado.
El arte para él aún es el país desconocido: inmenso e interminable en su capacidad de causar asombro, lleno de novedades y monstruosidades. Un viaje a tierras extrañas que también está cargado de desvíos y cercano al fracaso. Lo principalmente literario de su mirada sobre el arte consigue una distancia natural, que asegura la supervivencia sobre terreno inseguro. Aquí se manifiesta una independencia, una refinada ironía, una broma sutil que logra mantener despierto con un cierto mimo el recuerdo de lo ilusorio y lo inútil, de lo absurdo, lo teatral y a veces incluso la desolación de sus actos y su existencia.
Igual que la poesía se convirtió en compañera protectora en sus pasajes por alta mar y aventuras por mundos desconocidos, podemos aprender a leer su arte desde la perspectiva literaria ajena. Kafka, Camus y Borges como caronistas: compañeros de camino, traductores y barqueros. Conocemos el fenómeno de los programas de radio, en los que las voces exhaustas de los traductores. Apenas por unos segundos, al principio y al final de la transmisión, podemos escuchar la voz del entrevistado en su sonido original. En la obra de Martín Mele, lo que aparece como tono original y lo que es superposición y traducción, se hace igual de imposible y difícil de filtrar que juzgar sobre el carácter Argentino a través de sus antepasados (la mayoría de origen Europeo).
El estar de viaje como formato artístico es una fuerza, un motivo y una condición argentina de supervivencia, una necesidad. Una técnica que, perfeccionada, consigue tanto aproximarse a la meta como alejarse de ella. El mundo es atravesado, medido y – cuando se analiza detenidamente – entendido como un sustento de encuentros ficticios. O, como Jorge Luis Borges nos cuenta en su colección completa Biblioteca de Babel que el arte de la cartografía una vez alcanzó tal perfección, que su mejor mapa, finalmente, incluso alcanzó el tamaño del Imperio y lo cubría en toda su extensión. Pero, las siguientes generaciones la dejaron expuesta a la injuria del sol y del invierno y apenas en los desiertos del oeste perduraron algunas ruinas despedazadas de los mapas, habitados por animales y mendigos.